Voces que son piedras

“Como quien, al hablar de flores, dejara de lado tanto la botánica como el arte de los jardines y de los ramos –tendría aún mucho que decir-, así, por mi parte, olvidando la mineralogía, descartando las artes que hacen uso de las piedras, hablo de las piedras desnudas, fascinación y gloria, donde se oculta y al mismo tiempo se entrega un misterio más lento, más vasto y más serio que el destino de una especie pasajera.”

Así concluye la dedicatoria escrita por Roger Caillois en su libro Piedras. Un ensayo surrealista de prosa poética, como se lee en la solapa, sin que sea importante, a mi criterio, el género de un libro que dirá, a cada uno, lo que quiera que le diga; o nada, así de simple.

Claro que yo no voy a escribir sobre el escritor, ensayista y sociólogo francés, que residió parte de su vida en la Argentina, donde ingresó al círculo de la intelectualidad próxima a la revista Sur, frecuentando a Victoria Ocampo y a Jorge Luis Borges; ni de su obra.

Se trata de Antonio Porchia, el Viejo como le decían -en su época-, otros intelectuales que lo frecuentaban en su casa; el hombre de la mirada más triste y más buena que yo hubiese visto jamás, desde la muerte de mi abuelo Manuel, el gallego. No hay mucha gente que tenga ojos que hablen antes de pronunciar palabra alguna, y cuando lo hacen, sea con la profundidad de una que ha caído en desuso: sabiduría.

De allí que, como quien, al hablar de piedras, dejara de lado tanto la  mineralogía, como las artes que hacen uso de las piedras –tendría aún mucho que decir-, así, por mi parte, olvidando la literatura, las formas preestablecidas, las aceptadas, los cánones, la crítica y los críticos, hablaré de las voces - ni aforismos ni frases ni proverbios ni refranes- que conforman la única obra de un sabio y poeta de mirada triste; voces como piedras desnudas, esas de las que habla Roger Caillois. Las que resisten el paso del tiempo y pertenecen a una especie única y diferente.

¿Quién es Antonio Porchia?, si se trata de datos biográficos, podemos decir que era un calabrés que llegó a la Argentina, con su madre y hermanos, tras la muerte del padre.

Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez”, escribió, y esa frase sentenciosa, fue aprendida por mí de memoria; mi propia voz doliente a lo largo de los años.

Nacido el 13 de noviembre de 1885 en Conflenti, un pueblo de la provincia de Catanzaro, al sur de Italia, fue el mayor de los siete hijos –tres mujeres y cuatro varones- de Francisco Porchia y Rosa Vescio. Su padre moría al nacer el siglo veinte, y él, con 15 años, tuvo que resignar los estudios y comenzar a trabajar, convirtiéndose en sostén de su familia, que  en 1906 emigra hacia Buenos Aires.

Durmiendo sueño lo que despierto sueño. Y mi soñar es continuo”, quizás por eso, en busca de nuevas oportunidades, con apenas 20 años, se dedicó a diversos oficios. Entre el barrio de Barracas y, luego de algunos años, San Telmo; fue carpintero, tejedor de cestas y apuntador en el puerto, en una época en la que el trabajo, dignificaba. En aquel entonces, no importaba que la jornada laboral, fuera de más de doce horas, no se consideraba esclavizante el trabajo. “Con mi encadenamiento a la tierra pago la libertad de mis ojos”. Trabajó sin descanso, pero sin fijarse en lo que otros hacían. “El esforzarse de unos para obtener lo que otros obtienen sin esfuerzo, envilece el esfuerzo”. A salvo del envilecimiento, con Nicolás, uno de sus hermanos, compraron una pequeña imprenta en la calle Bolívar, donde trabajaría hasta 1935.

Fue recién en 1943, casi a los 58 años, que se decidió a reunir sus anotaciones, y publicar su único libro, Voces, en una edición de autor, de Impulso, Agrupación de Gente de Arte y Letras. Cuentan que los libros terminaron en cajas, en la sede de Lamadrid 355, en el barrio de La Boca y cuando ya no pudieron tenerlos allí, los terminó donando a la “Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares”.

Guillermo Saccomanno, en una nota para Radar, de Página 12,  señala que Porchia acercó unos manuscritos de sus “anotaciones” como solía llamarlas, a la redacción de Sur, y las retiró, pasado un tiempo, luego de las evasivas con que le respondieron en la editorial, al acercarse a ella.

Pero el destino estaba escrito y no fue por azar que Roger Caillois, que residía en Argentina debido a la Segunda Guerra Mundial, y colaboraba con la revista Sur, al revisar los libros que llegaban a la editorial buscando una reseña, “entre la cantidad enorme que nos venía y mirábamos superficialmente, de súbito, veo un libro muy humilde, y no sé qué fuerza hace que me detenga y comience a examinarlo. No lo quería creer, y no pude detenerme hasta terminar de leerlo. Traté de averiguar quién era el autor. Nadie lo conocía. Cuando por fin lo encontré, le dije: ‘Por esas líneas cambiaría todo lo que he escrito’”

Fue el propio Callois quien, una vez que regresó a Francia, tradujo las Voces y las publicó en diversas revistas literarias; llamando la atención de Henry Miller, que llegó a decir que el libro de Porchia, debía añadirse entre los cien libros de una biblioteca ideal. Mientras que André Bretón afirmó que: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino”.

Lo curioso es que a Porchia no lo cambió ese reconocimiento internacional y en verdad nunca fue aceptado por los intelectuales de entonces, ni por los de ahora. Me atrevo a decir que hay quienes no conocen de su existencia, y si me apuran, tampoco de la de Caillois.

Yo lo conocí entre los 12 y los 14 años, el primer ejemplar de Voces que conservo en mi biblioteca, no podría decir si me lo regaló mi madre o una de mis hermanas. Ninguna de ellas está para poder preguntarles. “No, no es nada, nada. Es sólo dolor”.

He visto frases de Porchia en los lugares y objetos más inverosímiles, he rabiado al ver que no ponían su nombre y me conformé al recordar que él era generoso. Su obra, silenciosa y casi secreta, se mantiene siempre vigente.

Era tímido, bondadoso, reservado y cortés, según el comentario de quienes lo conocieron bien. La modesta casa que albergó su retiro, en la localidad de Olivos, en la zona norte del Gran Buenos Aires, se convirtió en un lugar de encuentro para jóvenes ignotos y autores reconocidos, que lo tenían por un maestro en la expresión de la verdad, la bondad y la belleza.

Alejandra Pizarnik dijo: “Asiento a cada una de sus ‘voces’ con toda mi sangre y, lo que es extraño: su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo y no obstante, releyéndolo a medianoche, me sentí acompañada o mejor dicho amparada. Y también asegurada, tranquilizada, como si me hubieran dado la razón en la única cosa que yo rogaba tenerla”.

Las Voces de Porchia me acompañaron toda mi vida, vuelvo a ellas cada vez que resuenan en mí, por alguna circunstancia. Algunas han sido carta de presentación o de identidad. Triste eres menos triste, quédate triste” y “Un poco de ingenuidad nunca se aparta de mí, y es ella la que me proteje”;  y otras, un modo poético de explicar que no me guardo nada, que detesto la hipocresía. “El niño muestra su juguete, el hombre lo esconde”.

En el prólogo de una edición preciosa de Editorial Colombo, leemos: “Con toda naturalidad, sus verdades se expresan en paradojas, puesto que toda verdad –que en su seno incluye tesis y antítesis- es necesariamente paradojal”, y aunque las comparaciones han sido muchas, es interesante la expuesta por D. J. Vogelmann, el autor de esa introducción: “Un misterioso parentesco une los pensamientos y las paradojas de Antonio Porchia a los de ese otro gran autodidacta y rebelde espiritual que fue, en el siglo dieciocho, William Blake. Tal vez por la misma misteriosa coincidencia hasta los rostros del londinense y del ítalo argentino trasuntan un notable parecido: los ilumina la luz de las mismas verdades humanas, de una misma rara poesía. “Un pensamiento –dice Blake- llena la eternidad”. Todos los pensamientos de Porchia, son en realidad, uno solo destinado a aprehender la eternidad en un instante: el lúcido instante de su palabra”.

Si de paradojas se trata, es curioso cómo se procura clasificar lo inclasificable, como si eso fuera lo que puede validarlo.

Lo han comparado no solo con Blake, también con Kafka, y además han procurado desentrañar la fuente y el origen de su inspiración, creyendo que había alguna influencia del budismo en su escritura. Todas esas disquisiciones eran rechazadas por Porchia, quien en reiteradas oportunidades, debió explicar que desconocía esas fuentes que los críticos pretendían ver en su obra; afirmando que sus “voces” las encontraba en su interior, y él solo las escribía. Es que no podía ser de otra manera, la bondad de sus gestos y de su mirada, hablan de una sabiduría solitaria.

Ya lo creo que muchos solo lo aceptarán por haber sido prologado por Jorge Luis Borges en la edición de lujo francesa, o por las voces autorizadas, que parecen ser las de los consagrados. Sin embargo la obra de Porchia es única y fue publicada a sus 57 años, y claro que perdura, como las piedras.

La Septaria es un tipo de concreción o nódulo de piedra calcárea poco frecuente, se forma cuando la roca se contrae y se fragmenta, después las grietas se llenan de otros materiales como la calcita a través del agua que se va filtrando.

Por lo general, y ya es casi una forma de definirlas, las figuras de las septarias son rítmicas. Se forman en estallidos sucesivos. Repercute visiblemente en ellas una sacudida que pierde poco a poco su fuerza de choque. Las más serenas evidencian un acceso indolente que ha perdido ya todo impulso y se ha dejado vencer por la pereza. Algunas impulsiones siguen proyectando líneas que se abren camino en el mineral.”

Las Voces de Porchia siguen proyectándose como esas impulsiones de las septarias y por eso hablo de ellas como piedras. Piedras de las que no es necesario descifrar la forma, que nunca ha servido para expresar el más mínimo mensaje, pero que fue interpretado de otra forma. “Ha bastado ni más ni menos que una sucesión de casualidades para ser descubierta un día en una piedra y quedar expuesta a todas las miradas. Se benefició de inmediato de una extraña nobleza por su parecido fortuito con una de las escrituras inventada por la ingeniosidad de los hombres”.

Como una paradoja más de esas que aparecen en sus reflexiones, la edición de Voces, de mil ejemplares, costeada por el autor, pasó desapercibida, pero a esa primera edición siguieron otras, revisadas y ampliadas sucesivamente, en las imprentas de Impulso (1948), Sudamericana (1956), Francisco A. Colombo (1964 y 1965) y Hachette a partir de 1966, por décadas, superando las catorce ediciones.

Después del reconocimiento más allá del ámbito hispano, por la traducción de Caillois, que lo dio a conocer en Francia, hacia 1949; vendrían las versiones de Fernand Verhesen en Bélgica, W. S. Mervin en Estados Unidos y Antonio Bertoli en Italia. A España llegó tardíamente, en 1991, una amplia selección de sus Voces (col. Palimpsesto, Carmona), realizada por el poeta Francisco José Cruz y con texto preliminar de Roberto Juarroz. Pasaron desapercibidas   muchos años por las editoriales, hasta conocerse luego dos ediciones excelentes, preparadas por Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, y editadas por la UNAM (México) y Pre-Textos (España).

Las Voces son el resultado del trabajo artesanal que Porchia hizo con el lenguaje, un hacer solitario que compartía con todos los que frecuentaban su casa, en la que tenía una obra pictórica valiosísima, a la que él daba otro valor, el del gesto amistoso de los artistas con quienes había confraternizado en Impulso. Pintores de la talla de Pettoruti, Quinquela, Victorica, Castagnino, Soldi, Butler y Forner.  Porchia, que en la casa de una familia amiga, había sufrido una caída por la que tuvo que ser hospitalizado, pocos meses antes de su muerte dio una entrevista, publicada por la revista Confirmado el 14 de marzo de 1968, casi exactamente 6 meses antes de su muerte. El mismo reportaje fue reproducido por la revista El Lagrimal Trifulca en el mes de diciembre de 1975 en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe en Argentina.

“No confío ninguna certidumbre”

¿Usted fue anarquista?

Fui muchas cosas. Tantas, que no estoy en ninguna cosa.

¿Pero qué hubiera querido ser?

Ahora no sabría elegir.

¿Y antes?

Antes elegía lo más importante.

¿Qué le parecía lo más importante?

Lo que ahora me parece menos importante. Comenzaba sabiendo mucho y terminaba no sabiendo nada.

¿Escribe todos los días?

Hace mucho que no escribo.

¿Por qué?

No sé qué podría escribir.

Describa un día de su vida. Por ejemplo, ¿a qué hora se levanta?

Me levanto... no sé... nunca tuve ningún orden. A veces me levanto... yo viví el minuto, y el minuto pasa. Pasan cosas. Cuando recuerdo me cuesta saber si son cosas que me pasaron a mí o a otros o si son cosas que pasaron.

Después de levantarse, ¿qué hace?

Podría decir que no hago nada, si supiera qué es eso de no hacer nada.

¿Cree en algo?

Actualmente me cuesta creer. No pude comprobar nada. Siempre me encontré con que las cosas eran otras cosas.

¿Está desilusionado de algo?

No es una desilusión, ni una derrota, pero me cuesta admitir y no admitir. Prefiero callarme, particularmente con las personas que me merecen respeto. No confío en ninguna certidumbre. Las certidumbres sólo se alcanzan con los pies.

¿Ninguna certidumbre?

Admito que esto que tomamos es vino, pero si pienso mucho ya me quedé sin pensar. Pienso como no pensando. Si pienso, el pensamiento me lleva lejos de esto.

¿Alguna vez le interesó la política?

La política nunca fue una pasión para mí. Pero veía sufrir. Unos sufrían y otros no sufrían. Uno es todo, la vida es uno. Cada instante deja de ser uno para ser otro, para no ser lo que fue, lo que es.

¿Qué es lo que más le importa en la vida?

Lo que más me importa... digamos mejor lo que más me ha hecho pensar. Lo que más me ha hecho pensar en la vida es lo poco que es la vida.

¿En qué sentido?

En todo sentido, y no porque crea que es poco. La vida no existe, no está porque si estuviera, estaría siempre y como es. La vida parece ser. Ese minuto pasa y una vez que pasó no fue, porque no es. Es una cosa total. Uno está hecho de todo y de todos y es todo pero no es uno. Uno no se encuentra nunca como yo, como uno. Se encuentra como cosas, como personas, como tiempo.

¿Por qué no se casó nunca?

Para no comprometerme, para no comprometer.

¿Tiene sueños?

Pocos; los sueños no tienen valor especial para mí. Duermo para descansar, para poder vivir. Cuando sueño algo, después de un tiempo no sé si fue un sueño o si lo pensé, simplemente.

¿Está siempre solo?

Recibo amigos, principalmente, jóvenes, poetas. No me siento diferente a ellos. Me acompaño.

¿Hay algo en lo que aún cree?

Creo en el hombre. Creo en el hombre lo que creo en mí, ni más ni menos. Eso casi nunca es nada.

Leí cada respuesta y me pareció que eran unas voces nuevas. Porchia, el poeta, el hombre que conmovió mi adolescencia con esa mirada hondamente triste y buena, murió en la pobreza en 1968. “En el sueño eterno, la eternidad es lo mismo que un instante. Quizá yo vuelva dentro de un instante”.

De eso se trata, él vuelve, cada vez. Como aquel fin de semana de enero de 2017, en el que al escribirlo para que se lo conozca o se lo recuerde, reparé que murió un 9 de noviembre, como mi madre moriría después.

Esa vez volvió, como otras veces antes, cuando las voces que se escuchan, en las redes sociales, me confunden; cuando siento que aturden, que no construyen. “Cuando observo este mundo, no soy de este mundo; me asomo a este mundo”.

Sus Voces, que son piedras, son las que me gusta escuchar, de las que aprendo, de las que me gusta hablar.

Hablo de piedras que siempre se han acostado al raso o que han dormido en su yacimiento y en la noche de las vetas. No interesan a la arqueología, ni al artista, n al diamantista. Nadie hizo con ellas palacios, estatuas, joyas; ni siquiera diques, fortificaciones o tumbas. No son útiles ni famosas. Sus facetas no brillan en ninguna sortija, en ninguna diadema. No promulgan, grabadas en caracteres indelebles, las listas de victorias, las leyes del imperio. Ni hitos, ni estelas. Expuestas a la intemperie, aunque sin honores ni reverencias, solo dan testimonio de sí mismas…”, escribió Caillois, en una dedicatoria escrita en otro enero, el de 1966, que no se pierdan de leer entera, es una joya, como lo es ese libro único, de ese poeta eterno.

Hablo de las Voces de Antonio Porchia, que son como esas piedras. Hablo para que no se olviden.

Sandra Patricia Rey, escritora y directora de Mégara-Ciudad de Libros

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